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Mirando al cielo en días de invierno, me detuve a reflexionar: Las nubes no dejan de ser nubes por vestirse de negro antes de empezar la tormenta, como no dejan las hojas de ser hojas cuando pasan de primavera a otoño.Porque una cosa es lo que los demás ven de nosotros y otra cosa es lo que somos.

Lamentablemente vivimos en una sociedad acostumbrada a juzgar a través de los ojos; lo que se ve, es lo que se valora, el alma de las personas deja de tener valor ante la mirada inquisidora de la gente. Se necesita ser valiente para enfrentar el - qué dirán - con la frente en alto y la sonrisa en los labios, y esa es tal vez la parte más difícil de ser joven, porque cualquier comentario mal intencionado o cualquier frase fuera de tono, inevitablemente logra tambalear nuestra autoestima.

¿Cómo puede entonces una joven afrontar el hecho de permanecer constantemente en este escaparate llamado sociedad? Pues, a esta edad, poco eficaces resultan los libros de autoayuda, las charlas motivacionales y hasta las cirugías estéticas que cambian la forma, pero no el fondo.

No hay métodos mágicos, pero sí una fórmula certera llamada: Amor propio. Querernos incondicionalmente, ilimitadamente, sin caer en el egocentrismo pero sin dejar que las opiniones externas nos afecten, recordando que nuestro cuerpo es el vehículo, más no el pasajero. Entonces, el día que aprendamos a amarnos, no nos importará pintarnos los labios de rojo y ¿por qué no? el cabello de verde, y no habremos perdido ni un ápice de nuestra esencia... Porque el alma sigue conservando la blancura de las nubes antes y después de la tormenta.

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